Parte XVIII
Comimos hablando todo lo que no habíamos hablado hasta el momento, acerca del insoportable calor que empezábamos a tener sobre todo, y yo le preguntaba más información acerca de la ciudad a la que nos aproximábamos. Me explicó que era una ciudad donde solía ser soleado sin importar la estación del año, tenía numerosas playas pero nada comparado con mi ciudad, donde las playas apenas eran una franja grisácea junto a los imponentes acantilados que conformaban toda la costa de la provincia. Ansiaba llegar para descubrir ese nuevo lugar, pero hablar de mi ciudad me hacía añorarla más de lo que nunca había imaginado. Pensé en Alan de pronto, al que tanto le había gustado la primera vez que la visitó.
Recordé la última vez que lo vi, fue poco después del entierro de Chris, cuando Bree y yo volvimos a casa. Alan vino a recogernos al hotel para llevarnos al aeropuerto. Se intentaba hacer el fuerte conmigo, gastando sus típicas bromas e intentando en vano hacerme reír. Pero podía ver por la expresión en sus ojos que también había sido un golpe muy duro para él el perder a su mejor amigo de la infancia. En el aeropuerto me prometió escribirme cada día, pero como ciertas promesas, el uso se fue perdiendo a través de los meses, hasta que al final no contestaba a mis correos electrónicos, y yo no insistí por miedo a molestarle. Tímidamente le pregunté a Bree cómo estaba Alan, mientras ella luchaba por enroscar sus espagueti al tenedor con la ayuda de la cuchara.
Bree me comentó que lo veríamos muy pronto, pues era con quien íbamos a convivir. Bree estaba con él en el momento de mi ingreso en el hospital, se había preocupado muchísimo al saber la noticia, y fue a él a quien se le ocurrió de hacer una “terapia” distinta. Fruncí el ceño en señal de desconcierto, y Bree me preguntó en qué estaba pensando. Le expliqué que hacía un año que no hablaba con Alan, y que me había sorprendido esa reacción por su parte. Ella le excusó que a pesar de todo, él me tenía en gran estima, aunque le costara admitirlo. Planteó la posibilidad de que Alan nos hubiera ofrecido su casa para recuperarme por sentirse culpable al no haberme escrito ningún correo electrónico en tanto tiempo.
Yo sonreí ante esa posibilidad. Tenía ganas de verle. Pregunté de nuevo si se habían visto muchas veces desde la última vez que le vimos en el aeropuerto. Bree musitó un leve “unas cuantas veces”. Luego me miró y leyó la verdadera pregunta en mis ojos. “Ya está mejor pero también lo ha pasado muy mal”, me explicó, “por eso he intentado estar con él bastante tiempo”. Luego se acomodó en el respaldo y bromeó acerca de cuánto nos parecíamos Alan y yo en cuanto lo difícil que era sacarnos del pozo. Entonces pensé que la particular terapia no iba a ser útil tan sólo para mí.
Bree pagó la cuenta y nos pusimos en marcha. El sol seguí abrasando pero empezaba a ocultarse en el horizonte. Bree me relevó al volante para conducir hasta el siguiente hotel. Busqué en su bolso un disco compacto para cambiar la música y para mi sorpresa, encontré mi disco favorito. Lo puse de inmediato, y Bree reveló que sabía que antes o después tendría que soportar a ese grupo (no eran de su agrado, demasiado comerciales, decía) pero yo me recosté en el asiento y disfruté de la música mientras veía cómo el paisaje era cada vez más distinto al que había visto durante toda mi vida. Ahora todo lo que nos rodeaba eran llanuras en diferentes tonos mostaza y bermellón, con el sol de frente y las montañas detrás.
Con aquel cálido paisaje ante mí, tan sólo podía pensar en que, al día siguiente, a esas horas ya estaría en mi “nueva” ciudad, en mi “nueva” casa, con unas “nueva” vida, supongo que bajo vigilancia constante... Preferí mirar el lado positivo: estaría bajo el mismo techo que Bree y Alan, como en los viejos tiempos. Al principio sería algo difícil tras mi distanciamiento de ellos o, más bien, desde que ellos optaron por alejarse de mí. Eso fue sólo el preámbulo a todo lo que me había conducido al acantilado.
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