Parte XIV
Cuando me desperté estaba sola en el coche, parado frente a un bar de carretera. Estaba lloviendo, por lo que supuse que no habíamos ido aún demasiado lejos de la ciudad. Me reincorporé quitándome de encima la manta con la que, supuse, Bree me había cubierto. Intenté ver a través de la lluvia y el gran ventanal que ocupaba la parte frontal del bar si ella estaba dentro. De pronto la puerta se abrió y ella abrió su paraguas. Llevaba algo en la mano. Yo bajé la ventanilla y le cogí los dos vasos de cartón y una bolsa de papel marrón. El aroma del café y de la bollería despertó mi apetito. Bree cerró el paraguas antes de introducirse en el coche y procuró no mojar los sillones cuando lo dejó en la parte trasera del automóvil. Se sacudió el pelo salpicándome unas cuantas gotas de agua helada, pero yo estaba concentrada absorbiendo el aroma de los brioches. Nos tomamos el café en silencio, disfrutando del calor que nos proporcionaba bajo aquel aguacero. Bree se terminó su café antes que yo, y se quedó pensativa, mirándome fijamente. Yo me hacía la distraída soplando a través de la tapadera del vaso. Finalmente dijo si me encontraba bien. Yo levanté sorprendida la vista y le musité un breve “sí”. Parecía querer preguntarme algo pero no se decidía, así que elegí yo por ella, y le pedí que me dijera qué quería saber. Ella dijo que tan sólo estaba pensando en cuántos días tardaríamos en llegar. Mis ojos se abrieron de par en par. ¡¿Días?!
De pronto Bree estalló en una carcajada, y yo seguía con mi cara desencajada. Cuando contuvo la risa, dijo que no tardaríamos mucho más de dos días y medio, pero aquello me seguía pareciendo descabellado. ¿No podríamos haber cogido un vuelo como solía hacer la gente normal? Pero no, Bree tenía que llevar su rareza hasta esos límites. “Así se disfruta más del viaje”, se había excusado. Yo miré irónicamente por la ventanilla, con aquel escenario, ¿de qué se podía disfrutar? “El paisaje cambiará conforme lleguemos”, continuó diciendo, echando marcha atrás. “Te gustará”.
Las siguientes cuatro horas transcurrieron en silencio, tan sólo se oía el débil murmullo de la radio y el rugido del motor cada vez que Bree cambiaba las marchas. La lluvia había cesado y parecía que las nubes se empezaban a disipar conforme más nos alejábamos de nuestra procedencia. El sol se estaba ocultando por el lado derecho de la autovía, tiñendo el cielo de diversos colores y no sólo aquel grisáceo apagado al que estaba más que acostumbrada. Habíamos salido temprano de la ciudad, a Bree no le gustaba conducir de noche, por lo que presagié que ella ya había calculado una parada en un motel de carretera para pasar la noche, y yo ya me estaba imaginando el típico edificio cutre, maloliente y lleno de bichos, la inspiración de cualquiera película americana de terror. Pero una vez más, Bree demostró su sabiduría en los viajes y yo mi ignorancia en el mismo tema. Al poco de caer la noche, cogió un desvío hacia una población cuyo nombre no reconocí para nada. La Geografía siempre había sido mi punto débil.
A menos de tres millas del pueblo, se levantaba un simétrico edificio de cuatro plantas, pintado en blanco con las ventanas y puertas en rojo, aunque de noche era más bien granate. Estaba por debajo del nivel de la carretera, quizá porque ésta había sido asfaltada de nuevo hacía poco, a pesar de que el edificio tenía una fachada de lo más vanguardista. La entrada, un cubículo de cristal con un tejado rojo a dos aguas que sobresalía del edificio principal, apoyada sobre dos columnas blancas le daba un aspecto muy griego (no sabía Geografía pero se me daba bien Arte). Toda la construcción en sí estaba rodeada por pequeños arbustos de diminutas flores amarillas y lilas a saber por los pequeños focos que enfocaban hacia arriba como si se tratase de un monumento. Me quedé sin palabras.
Bajamos del coche, Bree abrió el maletero y cogió la maleta para arrastrarla sobre sus ruedas traseras. Era sorprendente la fuerza que tenía, yo casi me caí cuando la bajé de la cama esa misma mañana. Entramos al hotel y, por supuesto, el interior no podía ser peor que el exterior. Sofás de cuero blanco, alfombras con diseños geométricos en diferentes tonos rojizos, predominando las líneas rectas y los cuadrados por doquier. Entonces una punzada en el estómago. El rojo era el color favorito de Chris. ¿Por qué me acordaba de eso justo ahora? Antes de que las lágrimas comenzaran a brotar de mis ojos, Bree me llamó desde el mostrador de recepción para que le sujetara la maleta, que no se tenía en pie por sí sola a causa del peso. Sacó un papel impreso de su bolso y se lo extendió al recepcionista, quien tras comprobar el número de reserva, nos dio dos llaves electrónicas y nos informó de que nuestra habitación estaba en el tercer piso, y que el desayuno se servía de siete y media a nueve en el salón que teníamos en la primera planta. Bree le dio las gracias cordialmente y arrastró la maleta por la moqueta carmesí. Subimos al ascensor mientras mi mente vagaba por el pasado.
El color rojo siempre me había recordado a él, sobre todo cuando nos separábamos. Era como si dejara un pedacito de él conmigo. Dicen que los principios siempre son duros, pero lo son más cuando la persona a la que amas vive a muchas millas de ti, a demasiadas. La distancia parece mayor incluso cuando has pasado seis meses conviviendo con esa persona. Bueno, en nuestro caso, no bajo el mismo techo, pero como ya he dicho, si él no estaba en mi casa, yo estaba en la suya. Éramos amigos, y ya está, lo que vino después no fue nada planeado, de hecho era algo impensable para las dos, que algo surgiera entre los dos más allá del afecto que nos teníamos era algo absurdo. Además, él estaba con Monique, todo el mundo sabía lo que sentía ella por Chris.
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