Sheryl (Inacabado)

…cuando ocurrió aquel accidente

Ha pasado mucho tiempo pero es un recuerdo que revivo como si fuera hace cinco minutos. El sol de última hora de la tarde entraba por las ventanas de clase, parecía iluminar más que los fluorescentes que colgaban del techo. El sopor del calor y de la voz mecánica y monótona de la Sra. Giggles creaba un ambiente cargado en el aula, acentuado por ser además la última clase de la semana: matemáticas avanzadas, donde tenía a mi profesora favorita y su presencia tan motivadora para estudiar matemáticas. ¿Por qué no me metí a letras? Nunca entendí qué me llevó a escoger ciencias. Mis compañeros y yo estábamos sentados cada uno en su pupitre, con hombros caídos, cabezas gachas o bien sostenidas por nuestras manos. De vez en cuando alguno miraba la pizarra, pero volvía a dirigir la mirada a su libro. Yo me removía en el asiento, aquellas sillas de conglomerado, tiesas y planas incomodaban a los cinco minutos de sentarse.

Intentaba mantener los párpados levantados, pero el sol que surgía por el costado izquierdo me impedía enfocar la vista y mi mente fantaseaba con playas y palmeras. Cambié de postura a cada instante para evitar la luz directa. Me entretuve estudiando la persiana, bajada hasta la altura de mi hombro, el tubo cuadrado de plástico que servía para la inclinación de las tablillas, y la cuerda doble para bajarlas. Observé a la profesora, quien hablaba de forma autómata. Movía los labios pero yo sólo escuchaba “bla bla bla”. Ella tampoco es que nos hiciera mucho caso, siempre miraba hacia la pared del fondo, volviéndose de vez en cuando para anotar alguna fórmula importante en el encerado. Una de esas veces aproveché para estirar el brazo hasta la cuerda y tensarla con cuidado, de tal manera que la persiana descendió en silencio. Suspiré de alivio y miré hacia la derecha con sonrisa satisfactoria como el espía que acaba de realizar una misión peligrosa, pero allí donde se sentaba mi mejor amiga Sheryl, la loca y extrovertida Sheryl, hoy no había nadie. Saqué el móvil y, escondido bajo la mesa, comprobé si había respuesta al mensaje que le había escrito a primera hora de la mañana preguntándole dónde estaba y lo aburrida que me sentía sin sus comentarios suspicaces.

Sheryl era así, un desastre con patas, de las que no se cortan ante nada ni ante nadie. Si tan sólo hubiera usado su cerebro para aplicarse más en algunas materias… Aquel día, al igual que otras veces le terminarían poniendo falta de asistencia, y adiós a nuestras fiestas de pijamas y a las charlas nocturnas por el móvil; hola, castigo. Yo ya le había reprendido por quedarse dormida, pero era cabezota como ella sola, y si creía que tenía razón, mucho menos daba su brazo a torcer, como cuando nos conocimos cinco años atrás: nos emparejaron para hacer un trabajo de clase de Español, y mientras que yo prefería hablar de las tradiciones, las fiestas populares y la comida española, a Sheryl se le había ocurrido hacerlo de la historia del lenguaje en sí, sobre los verbos, sus orígenes y su complejidad, y la etimología en comparación con su lengua natal, pues consideraba que el resto de la clase lo haría como yo había propuesto y aquello resultaría repetitivo y poco original, y que por tanto conseguiríamos más puntos con su idea del lenguaje, que además encandilaría a la profesora al aplicar los estudios que ella había explicado con brevedad. Así hicimos el trabajo y ante mi sorpresa nos pusieron un sobresaliente, pero Sheryl en lugar de echármelo en cara, dijo que no se separaría de mí nunca.


Cuando llegué a casa…

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