De camino

Se colocó los cascos conectados a la música del móvil, entró al vagón de metro, buscó un asiento desocupado y lo encontró junto a aquella mujer de tez amarillenta. Las arrugas habían conquistado su rostro, que ni a pesar del tenso moño canoso conseguiría jamás volver a ser como la piel de un melocotón. Cuando se sentó, de reojo vio su vestimenta, un vestido negro muy recatado, con apenas unos pequeños volantes en los puños. "Parece sacada de La Casa De Bernarda Alba", pensó. De su bolso extrajo el libro electrónico y fue absorbida por la lectura mientras las estaciones iban pasando. Al llegar a Tribunal, alguien le dio unos toquecitos en el hombro. Bajó sus cascos al cuello volviéndose hacia el que interrumpía, un extranjero fornido de unos cuarenta años, de pelo blanco y semblante severo, que apretaba los labios y la miraba impaciente esperando algo. Ella le preguntó con la mirada qué necesitaba. Él, con acento no supo si ruso o alemán, le pidió permiso para sentarse. Se levantó de un brinco. Palidecía y de pronto temblaba. Se negó a volver la vista allá donde estaba la anciana, se quedó de pie junto a la puerta, y cuando se hubo convencido de que todo era fruto de su imaginación, tomó aire y colocándose los cascos, se preparó para salir en la siguiente estación. Cuando sus ojos se alzaron hacia el cristal, la vio. Con un sobresalto dio un paso hacia atrás. La anciana del reflejo también se apartó. Se tocó la cara. Con una mezcla de miedo y tristeza injustificada, continuó mirándose en el reflejo. La anciana desapareció ante las luces amarillentas de la estación. El auténtico terror le caló cuando se hizo la pregunta correcta: ¿por quién guardaba luto?

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