El paquete reversionado - final 2

John observaba a la muchacha a distancia. La lluvia caía como siempre hacia abajo, fina y constante, sin principio perceptible ni fin a corto plazo. Era una lluvia débil, nada que ver con aquellos diluvios amazónicos donde todo es frescor. Esta lluvia era la de aquí, igual de gris que la Torre que se veía desde la gran cristalera de la cafetería, y desde aquella barra también gris que no había manera de limpiar. Siempre grasienta, siempre resbaladiza. Como los adoquines de la calle cuando John terminó su turno, obligado a patinar sobre ellos hasta la parada del autobús en el otro lado del puente. Andaba lento pero seguro, las superficies de los ladrillos parecían piedras de río entre las que corría el agua, piedras negras, redondas y lisas con espacio suficiente para hacerse un esguince de tobillo, o peor. John se caló su gorro y subió la cremallera de la gabardina al máximo, cubriendo la boca. El agua entre los adoquines era como la lluvia, parecía desplazarse muy lenta, cuesta abajo hasta dar al río, que por fin había subido un poco el nivel. Pero seguía siendo el de siempre, una masa desplazable de barro en movimiento constante. La lluvia seguía cayendo de una nube que cubría toda la ciudad y que hacía las veces de parasol y de aspersor. Y entre tanto tono apagado, el confeti de impermeables de turistas, armados con móviles y cámaras aparatosas. Y una chica de cabellos empapados sentada en un banco junto al árbol.

No hacía fotos, no se cubría con plástico llamativo, ni tenía un paraguas, y no miraba el río, ni el puente ni la Torre. Sobre su regazo había una caja envuelta, que acariciaba como si fuera una mascota. La mirada verde veía a través de algo mientras las gotas caían por el rostro y las ondas rubias. La barbilla le temblaba de frío. John tenía que cruzar por detrás y con el paso tan lento, pudo observarla mejor. Agarraba la caja con los nudillos blanquecinos y las puntas de los dedos rojas. Su rostro pecoso de mejillas marcadas indicaba que no debía de pasar la veintena, como él. Pasaba bastante frío a saber por el temblor de hombros. Vestía con un abrigo de paño que dejaba ver unas piernas felinas. Calzaba unos tacones que le hizo pensar en tobillos rotos, o peor. Entre las charlas extranjeras que no comprendía, John la escuchó hacer un ronroneo extraño. Curioso, la observó más de cerca, por su espalda. No tenía frío, lloraba. Llevado por no sabía qué, se atrevió a acercarse a ella:
- ¿Necesitas ayuda?

Ella se sobresaltó, le miró entrecerrando los ojos y abrazó el paquete contra su estómago. Le ignoró, miró un instante el río, se acercó a la valla que separaba el paseo de la ribera, y se equilibró sobre ella. John no sabía si avisar a un policía o por el contrario evitar que la vieran. Daño no se iba a hacer pero por si acaso se puso a su lado. El paquete voló por encima de la verja y aterrizó sobre el río, en el que se fue hundiendo a lo largo de la corriente, dejando un rastro de círculos concéntricos y burbujas espesas. Cuando se volvió hacia la chica, ésta se alejaba hacia el puente, en la dirección que él tenía que tomar.
- Es de mala educación no responder cuando te ofrecen ayuda.- Le gritó unos metros por atrás.

Ella se giró sobre sus tacones con una facilidad como si estuviera flotando, y con los ojos hinchados pero aún fieros, le bufó:
- Es de mala educación meterse en los asuntos de otros.

Y con la misma soltura se volteó para alejarse de él, adentrándose en la oscuridad bajo el puente. Cuando John llegó a la fuente de los delfines, en el otro lado de la estructura, no la vio más. Deambuló por la zona en vano. Era como si se hubiera evaporado, o quizá se había escondido de él. De camino a la parada del autobús se percató de que no llovía, y las charlas indescifrables de extranjeros habían dado paso al tráfico ruidoso, y unas sirenas que le ensordecieron a su paso.

Al día siguiente vio una noticia que le llamó la atención. “Dos días después del robo de las joyas, se ha visto a la sospechosa en las proximidades del lugar de los hechos. La policía sigue investigando.” En la televisión echaban las imágenes grabadas por las cámaras de protección ciudadana. Reconoció su propia gabardina de espaldas, aproximándose al banco como quien se dispone a cazar un animal salvaje. Estaba sorprendido y excitado a partes iguales, pensó en la admiración que levantaría al contar la anécdota a sus amigos. En el televisor las imágenes se sucedían una y otra vez, en un ovillo de lana sin principio ni fin. Se dio cuenta que ella no había escogido un banco al azar, sino el único tapado por un árbol. Justo en ese momento, alguien llamó al timbre. Descolgó el telefonillo. Era la policía. Subieron hasta su piso y John, sin saber muy bien qué hacer, no puso impedimentos en acompañarles cuando se lo pidieron con educación.

En la comisaría estuvieron preguntando e insistiendo de qué conocía a la chica, alegaban que sólo querían encontrarla para hablar con ella, pues era una sospechosa más, igual que él. ¿Él, sospechoso? Pero si no pintaba nada. Mantuvo la calma como solía hacer en situaciones de estrés, y reflexionó en silencio mientras los dos agentes esperaban, no sabía muy bien a qué, quizás a que él declarara que eran amantes y que se habían compinchado en el robo. Se rió para sus adentros y pensó en el dinero que hubiera conseguido de no permitir que la caja se hundiera. Pero no mencionó nada del paquete, en las imágenes no se veía qué hacían pegados a la valla, parecían mirar el río sin más. ¿Y acaso iban a creer que unas joyas de incalculable valor habían desaparecido en el Támesis? Ni de coña. 
- Señores, yo sólo quería ligar con ella, aprovecharme de que estaba llorando para consolarla, y lo que surgiera. -Mintió con todo el descaro que le había enseñado la experiencia.

Tras un par de horas donde los policías fueron presionando cada vez más, sólo sacaron en claro que él no sabía nada del robo, y lo dejaron marcharse. A pesar de salir sin cargos y en libertad, no se sentía cómodo mientras andaba hasta el metro. Se sentía observado, quizá no tenía que haber mentido, quizá tenía que haberles dicho lo del paquete. Luego pensó en lo inverosímil que parecería su historia, y el remordimiento desapareció. Se bajó del metro, llovía a cántaros y él iba sin nada para cubrirse. Subió hasta la casa a toda prisa y tan pronto entró, comenzó a quitarse la ropa empapada. Un perfume no habitual en su piso lo llevó hasta el salón. Reconoció aquella silueta minina acurrucada en su sofá. Los ojos verdes rasgados se giraron y le miraron.

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