Huir
intr. y prnl. Marcharse rápidamente de un lugar para evitar un daño o peligro. · intr. y tr. Apartarse de alguien o evitar algo molesto perjudicial.
Desaparecer era su objetivo. Pero el tren no estaba por la labor. Acurrucada en una incómoda silla de la estación, se calaba la gorra al mismo tiempo que observaba a un lado y a otro desde detrás de aquellas gafas de sol. No llamaba la atención, hacía un sol nauseabundo.
No era fugarse. Nadie sabía que se iba, nadie se daría cuenta hasta pasado un tiempo, pero tampoco iban a buscarle. Sólo quería no dar explicaciones si alguien la reconocía en aquella sala de espera. Era triste, no preguntarían por ella tras unos días. Y en todo caso, sería él.
Lo que quería era escapar. ¿Pero de qué? De él. Del que le rompía el corazón una y otra vez. En el que confió ciegamente y por el que cayó. De boca, contra el suelo. Del cielo al infierno en cero coma. Y sin frenos. Ése es el poder que le dio, y que él supo utilizar.
Esquivó una señora que cargaba una maleta y amenazaba con caerle encima. Ocupó su asiento asignado y el tren se puso en marcha.
La ciudad se apartó dejando paso a los campos. Verde, amarillo, y más verde. Y azul, mucho azul arriba y en el horizonte, tapado por nubes blancas y esponjosas. Primavera. Estación que sirve para salir del letargo, disfrutar del buen tiempo, enamorarse.
Rehuyó de aquel pensamiento. De nuevo él. Tan sólo mencionaba su nombre y el dolor volvía. Remordimientos, arrepentimiento. Reincidente en aquel verano, cuando él volvió en el peor momento con aires de superhéroe que la salvaría.
Evitó aquel verano. Las mañanas calurosas en aguas cristalinas. El chapoteo y las ahogadillas. Piscina o playa, daba lo mismo. Todo todos los días. Y tumbarse el uno junto al otro, y conversar de todo y de nada a la vez. Conversaciones banales tostándose al sol. Las salidas de compras al atardecer, tomando un café, hablando de los sueños que quería cumplir cada uno, horas que parecían segundos, horas llenas de sueños hechos diálogo. Las noches estrelladas jugando, intercambiando cartas y miradas. Evitó todos los buenos recuerdos, todos fantásticos, todos falsos. Toda la base que fundamentó la caída. Todo lo que desembocó en sentirse la más estúpida sobre la faz de la tierra.
Y entonces vio desvanecerse la cortina.
Estaba huyendo, pero ¿de qué? ¿De él? No.
De sí misma. Del sentimiento de culpa, de haber confiado antes de tiempo, de creer que él arreglaría su corazón roto cuando lo único que hizo fue hacerlo polvo. Polvo que se había llevado el viento, como el que impulsaba aquellos molinos de la ventana del vagón. No le gustaba saberse vulnerable, de haber perdido en aquella batalla, de haberse entregado a alguien que no lo merecía. Que no le correspondía.
Pero lo peor es que no podía evitarlo. Podía cambiar de lugar pero no podía cambiar su forma de ser y de sentir. Antes o después volvería a caer.
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