Cuando se cierra una puerta, se abre una ventana

Gente, gente y más gente. Miradas que la observaban con pena, manos que le daban el pésame, y ella parada allí, inerte, vacía, anestesiada. Tan sólo habían transcurrido unas horas del sepelio de sus padres, y su casa se había llenado de desconocidos yendo y viniendo, hablando en susurros. Pensarían que no les veía señalarla mientras cuchicheaban. Poco le importaba en aquel momento, y continuó recibiendo condolencias.
- Vete a comer algo, Annie. -Le dijo su tío Adam.

Se acercó a la mesa donde habían dispuestos diferentes platos y tras observarlos, decidió que no tenía hambre. Miró a Adam organizando y saludando a todo el mundo. Decía que ella había pasado muchos veranos de pequeña en su casa en Oregón. No recordaba nada, era un completo desconocido, pero debía reconocer que se estaba preocupando por ella y que había supuesto un alivio tenerle para ocuparse de todo.

Deambuló por la planta de la casa, cruzándose con gente que no había visto nunca. ¿De verdad sus padres habían tenido tantos amigos? Dentro de la cocina unas mujeres trajeadas conversaban animadamente. Anne creyó oír el nombre de su madre, pero la conversación cesó cuando la joven hizo acto de presencia. Una de ellas le ofreció algo de comer, pero la muchacha rehusó el plato con educación y deshizo sus pasos para subir al segundo piso, lejos de cuchicheos, pésames, lástima y el murmullo que empezaba a resultarle molesto.

Todas las puertas estaban cerradas, cosa que detestaba su madre, amante de la luz, del verano y del calor. Fue abriéndolas una por una. Primero la de su cuarto, donde había dormido hasta que se mudó a la universidad. Un espacio amplio, con pocos muebles, pero con peluches, libros, trastos y cachivaches por doquier. Sus padres habían mantenido su dormitorio impecable, y no habían cambiado nada desde su marcha, quizás esperando que, una vez finalizada la carrera, volvería con ellos. Y en el fondo, muy en el fondo, ella también lo quería así.

Luego fue hacia el dormitorio de sus padres. Al coger el pomo, miles de recuerdos le vinieron a la mente, y volvió a ser una niña de cinco años que en mitad de la noche corre a la cama de sus padres por culpa de alguna pesadilla. Al abrir la puerta supo distinguir el perfume de su madre. Usaba el mismo desde donde le llegaba la memoria, y a pesar de que le disgustaba ese olor entre ácido y empalagoso, ahora tan sólo era un recuerdo agradable. Vio las corbatas de su padre, perfectamente colgadas de una percha, dispuestas para un uso que ya no tendría lugar. Y en una silla, su chaqueta de diario, de color azul marino. Pasó su mano por la hombrera y la aspereza del tacto le hizo pensar en cuánto le pinchaba la barba y el bigote de su padre cuando le daba el beso de buenas noches.

Corrió las cortinas y observó con alivio cómo algunos invitados se marchaban. Se sobresaltó al oír unos toques en la puerta.
- Así que ésta es tu casa. -Dijo Sharon inspeccionando el cuarto desde el umbral.

Sharon se quedó observando, esperando quizás el permiso para entrar. Pero Anne se limitó a sentarse en el alféizar de la ventana. Para Sharon era imposible no rememorar el entierro de su madre en un día como aquel, pero mientras que ella tuvo a su padre, Anne no tenía a nadie. Un tío que había surgido de la nada, y su compañera de universidad. Así que no podía recriminarle que hubiera pasado de ser la inquieta, vivaz y parlanchina Anne a ser un ente sin vida. Mantenía su cara angelical pero sus ojos habían perdido el brillo y la sonrisa que siempre vestía había desaparecido. ¿Cómo sacarla de aquella burbuja? Tenía que darle tiempo, tiempo para asimilar lo sucedido, tiempo para recomponerse. Y cuando pasara ese tiempo, entonces le diría la verdad, una pesada carga que perseguía a Sharon incluso en sueños.
- ¿Has conseguido averiguar por qué lo hizo Sandy? - Dijo Anne con un hilo de voz.

Sharon se sobresaltó al oír ese nombre, fue como si Anne le hubiera leído la mente. Sharon la evitó y negó con la cabeza. No era el momento para la verdad.

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