Parte IX

Tal y como esperaba, Bree apareció por el hospital nada más abrirse el horario de visitas. Cuando entró a la habitación, me lanzó una mirada de reproche, pero en sus ojos vi el miedo que había pasado. Luego su mirada se posó sobre mi madre, que leía una revista en el sillón. Se había pasado toda la noche en la habitación conmigo, no quería dejarme sola ni un sólo instante. Yo no tuve más remedio que resignarme y acostumbrarme a estar siempre con alguien en la habitación. Mi padre se turnaba con mi madre excepto cuando venía la enfermera a hacerme la típica revisión. En la última me dijo que el doctor no tardaría en darme el alta, pero que lo peor para mí comenzaría ahora. Y a continuación, para variar me soltó la historia de una chica que había padecido anorexia, que le dieron el alta, que volvió a la semana, bla, bla, bla... Ella vio mi cara de aburrimiento, la de siempre que me contaba este tipo de chismes, y entonces me dijo que al menos no tenía que estar soportando la vigilancia de mi madre. Y le sonreí, porque estaba en lo cierto, al menos no tenía que aguantar ese silencio incómodo que sufría cuando alguno de mis padres hacía el “turno de guardia”.

Mi madre se alzó del sillón, abrazó a Bree y salió del cuarto. Bree se quedó parada en mitad de la estancia, con los brazos cruzados por delante y contemplando la habitación. Hasta que me volvió a mirar. Yo no pude sostenerle la mirada, y bajé los ojos avergonzada. Entonces ella tomó aire, se sentó en el cabezal de la cama, y me abrazó por los hombros. Con un hilo de voz me preguntó si era esto lo que él hubiera querido, qué hubiera dicho si lo supiera. Y no pude responderle, pero pensé en ello. Seguramente se hubiera puesto hecho una furia. Como cada vez que me deprimía por cualquier tontería. Recordaba la época de exámenes, donde yo quería dejarlo todo, pero él estuvo ahí, tan firme como si se tratase de mi padre, obligándome a ver que las cosas dependen del ángulo de cómo las mires, te pueden gustar o las puedes odiar, todo depende de nosotros mismos y de cómo queramos verlas.

Y lo mismo cuando ocurrió aquel accidente. Sucedió poco después de encontrarles un piso de alquiler no muy lejos del nuestro, a principios de Abril. Un viernes llegué a la plaza del instituto y me extrañé de no encontrarme allí con mi mejor amiga, Sheryl. Solíamos quedar en ese lugar cada día, antes de clase para ir juntas, como siempre hacíamos desde que nos conocimos, en primaria. Pero aquel día no apareció. Una vez en clase y al no verla, recordé que me había contado que la habían invitado a una fiesta de cumpleaños la tarde anterior. Quizá la fiesta se había atrasado y si había llegado tarde a casa, se habría quedado dormida, como le solía pasar con frecuencia. El día transcurrió como otro cualquiera, hasta que llegué a casa. Allí estaban mi madre, Bree y Alan, esperándome, sentados en el sofá. Sus rostros permanecían graves. Me atreví a preguntar qué sucedía, y miré a Bree, que estaba de espaldas en el sillón. Luego miré a mi madre, a quien le temblaba las manos. No era buena señal. Miré a Alan por último suplicando con la mirada una explicación. Fue la única vez en que fue él quien apartó la mirada. Repetí la pregunta, y Bree se levantó y me abrazó por detrás.

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