Érase una vez...
Érase una vez, aparte de ser la famosa serie de televisión, antes ya era el título de un juego de cartas muy entretenido para aquellos a los que les guste tirar de imaginación e ingeniárselas para contar una historia. El juego consiste en ir contando un cuento usando cuando te cuadre las cartas de tu baza. Hay cartas de todo tipo: lugares, aspecto, personajes... Y hay una pila de cartas aparte de "felices para siempre" (finales de historia). Pero no es tan sencillo. Los contrincantes pueden interrumpir tu turno y por tanto, fastidiarte la historia, y luego, además, tienes que cuadrar la historia con un final que se ha escogido al azar al principio de la partida y que es común para todos los jugadores. El objetivo es descartarte de todas tus cartas y vincular tu relato con el final propuesto.
Pues bien, unos amigos y yo llevábamos un tiempo diciendo de hacer un juego de escritura automática, y la otra noche, con alguna que otra copa, lo llevamos a cabo con el sistema del juego. Es decir, sacamos tres cartas al azar, y una de final, y en ese mismo momento teníamos que escribir una historieta donde incluir esas cartas. Las cartas fueron las siguientes:
Muy lejos + Ruinas + Padre Final: y así él la perdonó y se casaron |
Y aquí está el relato que escribí:
Érase una vez, no muy lejos de nuestro tiempo, un padre llevó a su hijo al pueblo donde el buen hombre había nacido y había crecido. De tal forma el señor pretendía enseñarle a su primogénito sus orígenes para acrecentar su sabiduría y experiencia. Le enseñó la casa donde nació, los campos que trabajaba su abuelo, y las ruinas donde él y los niños de su edad solían jugar al escondite. De vuelta al poblado el muchacho y su padre se cruzaron con una niña de largos cabellos rubios y ojos azules como el mar, quien encandiló al niño con tan sólo una mirada. El niño, con toda la ilusión, comentó a su padre que algún día se casaría con una niña tan bella como aquella, a lo que su padre le riñó:
- No te fijes en niñas como ésa, pues el dinero puede más que el amor en las personas de alta cuna, y ella es la hija del alcalde.
Años pasaron, el niño se transformó en un muchacho bien aplicado que se convirtió en arqueólogo, pues aquella visita al pueblo había significado un cambio importante en su vida, y había sabido en aquel viaje que se dedicaría a descubrir y cuidar de viejas ruinas para el conocimiento y cultura de lo pasado.
Pero su padre enfermó, y antes de poder irse a Egipto o a las tierras aztecas, optó por acompañar a su padre, quien en su último aliento, le pidió un favor: que no permitiera que nadie destruyera el escenario de su infancia, pues así su espíritu seguiría vivo en aquel pueblo. El hijo así lo prometió y le dio su último adiós. Tras el entierro se embarcó en varias expediciones a lo largo y ancho del mundo, sin olvidar la promesa que le hizo a su padre. Así que su última parada fue el pueblo, donde se alojó durante una temporada para investigar la historia de la aldea y de las ruinas de las afueras, encontrándose con que iban a ser derruidas.
Un anoche salió tarde de la biblioteca donde investigaba cómo paralizar las obras y se encontraba tan cansado que casi no se dio cuenta del coche que se abalanzaba sobre él a toda prisa. Sin embargo el conductor pudo maniobrar y evitar el accidente. Aún así frenó, se apeó del auto y corrió a socorrer al muchacho. El chico, asustado, se había tirado a un lado de la calle y se encontraba desorientado. Pero enseguida reconoció aquellos ojos aguamarina.
A partir de aquel día fueron inseparables y vivieron una bonita historia de amor hasta que llegó el momento en que ella decidió presentarle a sus padres, que efectivamente eran los alcaldes del pueblo. Durante la cena el padre se jactó de lo beneficioso que iba a ser la destrucción de las ruinas y la posterior construcción de un complejo turístico, a lo que el muchacho no dudó un momento en exponer su total y radical desacuerdo pues las ruinas eran la historia del pueblo y como tal, debían conservarse. Ambos se enzarzaron en una discusión bastante acalorada hasta que el joven pidió el apoyo de su amada en el tema. Sin embargo ésta optó por acobardarse y confirmar que lo mejor era tirarlas abajo.
El muchacho, enfurecido, se marchó de la casa y del pueblo sintiéndose ofendido y decepcionado por la reacción de la persona a la que amaba. Meses más tarde, llegó hasta él una citación a juicio en calidad de testigo allí en el pueblo.
Sin mucha idea, se presentó y supo por los vecinos y el abogado que lo había citado que era un juicio de una asociación de aldeanos contra el ayuntamiento para no demoler las ruinas, ante lo cual el joven se ofreció alegremente a dar su testimonio y enseñar sus averiguaciones donde se demostraba la valía de tal yacimiento. Por fortuna el juicio salió bien y la asociación consiguió asegurar la conservación y mantenimiento de las ruinas gracias al testimonio del muchacho, quien así había cumplido su palabra con su difunto padre.
Estaba celebrando la victoria con los vecinos en el bar del pueblo cuando alguien anunció que llegaba el presidente de la asociación, impulsor de tal movimiento. El joven se quedó sin palabras al ver aparecer a la muchacha quien tras la marcha de él se había enfrentado a su padre y había reunido a gente del pueblo para parar las obras.
El muchacho, abrumado por tal gesto de amor, no pudo más que fundirse en un abrazo con ella ante los vítores de los aldeanos quienes con orgullo festejaron tiempo después el enlace entre los salvadores de la historia del pueblo.
Érase una vez, no muy lejos de nuestro tiempo, un padre llevó a su hijo al pueblo donde el buen hombre había nacido y había crecido. De tal forma el señor pretendía enseñarle a su primogénito sus orígenes para acrecentar su sabiduría y experiencia. Le enseñó la casa donde nació, los campos que trabajaba su abuelo, y las ruinas donde él y los niños de su edad solían jugar al escondite. De vuelta al poblado el muchacho y su padre se cruzaron con una niña de largos cabellos rubios y ojos azules como el mar, quien encandiló al niño con tan sólo una mirada. El niño, con toda la ilusión, comentó a su padre que algún día se casaría con una niña tan bella como aquella, a lo que su padre le riñó:
- No te fijes en niñas como ésa, pues el dinero puede más que el amor en las personas de alta cuna, y ella es la hija del alcalde.
Años pasaron, el niño se transformó en un muchacho bien aplicado que se convirtió en arqueólogo, pues aquella visita al pueblo había significado un cambio importante en su vida, y había sabido en aquel viaje que se dedicaría a descubrir y cuidar de viejas ruinas para el conocimiento y cultura de lo pasado.
Pero su padre enfermó, y antes de poder irse a Egipto o a las tierras aztecas, optó por acompañar a su padre, quien en su último aliento, le pidió un favor: que no permitiera que nadie destruyera el escenario de su infancia, pues así su espíritu seguiría vivo en aquel pueblo. El hijo así lo prometió y le dio su último adiós. Tras el entierro se embarcó en varias expediciones a lo largo y ancho del mundo, sin olvidar la promesa que le hizo a su padre. Así que su última parada fue el pueblo, donde se alojó durante una temporada para investigar la historia de la aldea y de las ruinas de las afueras, encontrándose con que iban a ser derruidas.
Un anoche salió tarde de la biblioteca donde investigaba cómo paralizar las obras y se encontraba tan cansado que casi no se dio cuenta del coche que se abalanzaba sobre él a toda prisa. Sin embargo el conductor pudo maniobrar y evitar el accidente. Aún así frenó, se apeó del auto y corrió a socorrer al muchacho. El chico, asustado, se había tirado a un lado de la calle y se encontraba desorientado. Pero enseguida reconoció aquellos ojos aguamarina.
A partir de aquel día fueron inseparables y vivieron una bonita historia de amor hasta que llegó el momento en que ella decidió presentarle a sus padres, que efectivamente eran los alcaldes del pueblo. Durante la cena el padre se jactó de lo beneficioso que iba a ser la destrucción de las ruinas y la posterior construcción de un complejo turístico, a lo que el muchacho no dudó un momento en exponer su total y radical desacuerdo pues las ruinas eran la historia del pueblo y como tal, debían conservarse. Ambos se enzarzaron en una discusión bastante acalorada hasta que el joven pidió el apoyo de su amada en el tema. Sin embargo ésta optó por acobardarse y confirmar que lo mejor era tirarlas abajo.
El muchacho, enfurecido, se marchó de la casa y del pueblo sintiéndose ofendido y decepcionado por la reacción de la persona a la que amaba. Meses más tarde, llegó hasta él una citación a juicio en calidad de testigo allí en el pueblo.
Sin mucha idea, se presentó y supo por los vecinos y el abogado que lo había citado que era un juicio de una asociación de aldeanos contra el ayuntamiento para no demoler las ruinas, ante lo cual el joven se ofreció alegremente a dar su testimonio y enseñar sus averiguaciones donde se demostraba la valía de tal yacimiento. Por fortuna el juicio salió bien y la asociación consiguió asegurar la conservación y mantenimiento de las ruinas gracias al testimonio del muchacho, quien así había cumplido su palabra con su difunto padre.
Estaba celebrando la victoria con los vecinos en el bar del pueblo cuando alguien anunció que llegaba el presidente de la asociación, impulsor de tal movimiento. El joven se quedó sin palabras al ver aparecer a la muchacha quien tras la marcha de él se había enfrentado a su padre y había reunido a gente del pueblo para parar las obras.
El muchacho, abrumado por tal gesto de amor, no pudo más que fundirse en un abrazo con ella ante los vítores de los aldeanos quienes con orgullo festejaron tiempo después el enlace entre los salvadores de la historia del pueblo.
Sé que está muy, muy mal escrita, pero esperemos que la siguiente sea mejor ya que la experiencia estuvo entretenida y nos lo pasamos muy bien la verdad. Y es que con un poco de imaginación un mismo juego puede servir para crear otros muchos juegos con los que divertirse.
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