Atocha-Chamartín-Príncipe Pío
Cincuenta y cuatro minutos era lo que duraba el trayecto a aquellas horas, un viernes a las 4 de la tarde en pleno verano. El sol caía a plomo, treinta y ocho grados a la sombra, pero dentro del vagón en la mayoría de los días se podía respirar gracias al aire acondicionado, e incluso era conveniente en ocasiones tener algo más de ropa. A causa de la hora y de las vacaciones de verano no había tantos viajeros, lo cual hacía el viaje más rápido. Poco le importaba, aquella casi hora que perdía le servía para desestresarse y desconectar de todo.
Se sentaba junto a la ventana, le gustaba apoyarse en el cristal. Con el iPod siempre conectado a sus oídos, escuchando una macedonia de grupos de heavy metal, sacaba de su bandolera un lápiz y un amplio cuaderno de hojas gruesas y blancas, y tan pronto como el tren iniciaba la marcha, daba rienda suelta a su mano que empezaba a garabatear líneas sin mucho sentido a un primer vistazo.
Las primeras estaciones estaban construidas bajo tierra, así que repartía su atención entre el papel y la observación disimulada de los pocos pasajeros que se encontraban en el vagón, caras que empezaba a memorizar entre viaje y viaje. En ocasiones inconscientemente terminaba por dibujar a alguno de sus compañeros de viaje, ambientando el dibujo en alguna escena cotidiana en las que poder encajarles según el aspecto que tuvieran. Así pues estaba el joven ejecutivo de traje impecable que se subía en Recoletos y se apeaba en Pitis; la señora que limpiaba casas en un barrio adinerado y que aprovechaba la hora de salida para hacer la compra antes de volver a su casa en Pirámides; el grupo de tres estudiantes de instituto, una chica y dos chicos, que se bajaban en Ramón y Cajal... Conocía ya sus rutinas de viajes, pues eran pocos y el viaje resultaba tedioso.
Pero un día hubo un pasajero más, un desconocido de mirada vacía que cogió la costumbre de sentarse a su lado. Era un hombre estirado, de facciones marcadas y sin vello alguno; ni cabello, ni cejas. Y su piel, había algo extraño en ella. Era de un tono amarillento pero muy fina pues las venas eran visibles a simple vista. Vestía con un traje negro, camisa blanca, corbata gris oscura, y un sombrero de copa pasado de moda. Además, parecía estar en otro mundo, totalmente abstraído con esos ojos gris perla que intimidaban. Y sus andares, sus gestos, iban acompasados de una manera como si se moviera a cámara lenta. Le llamaba la atención tan pronto como se subía al tren en Nuevos Ministerios.
En un principio pensó que eran imaginaciones suyas, pero más de una vez le sorprendió observándole. Intentaba ignorarle, pero notaba su mirada y le desconcentraba del dibujo. Incómodo ante la situación, se cambiaba de asiento y aún así el hombre del sombrero seguía sentándose junto a él.
Hasta que al final una tarde, cansado de esa vigilancia, le plantó cara y le devolvió la mirada. Pero el señor no le miraba a él, miraba su cuaderno. Tras unos minutos, el hombre alzó su vista encontrándose con la mirada inquisitiva del muchacho. Aquel descaro le enervó.
- ¿Quiere algo? - Le espetó con cierta agresividad.
Pero el pálido señor no respondió, y con la lentitud característica de sus movimientos, alzó la vista para luego volver a mirar el dibujo a medio terminar. Con inquietud y enfado, el chico cerró el bloc, lo guardó en su mochila y cambió de asiento, pero cuando volvió a mirar al hombre, éste había desaparecido antes de llegar a Chamartín, y ahora el resto de pasajeros le miraban a él como si estuviera loco.
- ¿Qué coño miran? - Fueron las palabras que aguantó su boca.
Al día siguiente, ahí estaba otra vez el señor de los ojos grises. Era verle aparecer y le daba escalofríos. Pero esta vez no se sentó a su lado, sino frente al muchacho, quien empezó a tener escalofríos pensando que aquel hombre era un pervertido al que le excitaban los jóvenes, así que siempre se veía obligado a cambiarse a un asiento en el otro extremo del vagón, y aún así notaba esa gélida mirada sobre él. Le ponía de los nervios, no era capaz de relajarse y centrarse en su dibujo. El cuaderno empezaba a ser un batiburrillo de rayas oscuras y sombras siniestras, de bocetos de sombreros de copa y ojos afilados bajo el ala. Y así un día, y otro, y otro... Comenzó a ansiar la llegada del fin de semana, pero las pesadillas le acechaban noche sí, noche también, pesadillas donde por más que cambiara de vagón, sólo estaban él y el señor misterioso.
Se le pasó por la cabeza dejar de hacer aquel viaje extra, pues ya no tenía ningún efecto de relajación sino más bien al contrario, pero se encabezonó diciéndose a sí mismo que un extraño no iba a influenciarle de tal manera. Y el lunes reunía toda su valentía para hacer como si nada sucediese. Intentó ignorar su presencia aumentando el volumen de los auriculares, agachando el cuello y alzando el cuaderno de tal forma que ocultase a aquel hombre de su vista, que sus ojos no tuvieran ningún contacto visual con ninguna parte de su traje o su sombrero. Pero claro, de aquella manera nunca sabía en qué parada se bajaba.
De hecho, cayó en la cuenta que no sabía en qué momento se alejaba de él. Intrigado, miraba a través del reflejo del cristal al aproximarse a cada parada, con los auriculares puestos pero sin escuchar música para oír cualquier ruido que produjera al alzarse del asiento. Pero aún así no lo conseguía averiguar porque el caballero se iba sin hacer el menor ruido, y cada día en un punto distinto del trayecto.
- Me estoy volviendo un paranoico. - temió.
Hasta que tuvo una idea. No se sentaría, haría el trayecto de pie a ver qué hacía el hombre del traje. Cuando llegó a Nuevos Ministerios, le esperó en la puerta. Y ahí estaba, el último que se subió. Las puertas se cerraron y el tren emprendió la marcha. El caballero se agarró de la misma barra que el muchacho, cara a cara, como si estuvieran en una competición de a ver quién apartaba antes la mirada.
- No me vas a acobardar, viejo verde. Voy a resistir y en el momento que me toques avisaré a los de seguridad para que te encierren. - decía en su cabeza para resistir la tentación de pegarle un puñetazo.
Pero el hombre permanecía inmóvil, clavando sus ojos en los del joven, no movía ni un músculo. Media hora transcurrió así, sin apenas pestañear ("¿dónde estaban sus pestañas? ¿Acaso estaba enfermo?"), uno frente al otro. Y de pronto al llegar a Majadahonda, el hombre movió su brazo, y el muchacho vio que se acercaba el momento de pedir auxilio, tenía el grito en la punta de la lengua cuando se percató de que estaba quieto otra vez, que no le había tocado pero que el brazo permanecía estirado. Bajó los ojos y vio su lánguida mano señalando su bandolera. ¿Señalaba el cuaderno?
Podría haber salido del vagón en esa parada, podría haber dejado al hombre allí mismo y haberlo ignorado, haber cambiado su rutina y escoger otro recorrido, otro tren, o incluso metro o autobús, pero no. Aquel desconocido le ponía nervioso, le inquietaba y le daba hasta cierto miedo, pero le crispaba aún más verse tan menguado por un extraño que estaba afectándole tanto en su vida diaria. Así que abrió la bandolera, sacó el cuaderno y se lo ofreció al hombre del sombrero. El hombre reaccionó de una manera que nunca se hubiera imaginado: sonrió.
- ¿Para qué lo quiere? - preguntó el muchacho, más que confundido.
El hombre alzó la vista al mismo tiempo que el tren frenaba. Se abrieron las puertas y una corriente de aire que entró hizo volar el sombrero. El muchacho lo persiguió para devolvérselo pero cuando se giró, el señor ya no estaba. Echó un rápido vistazo al vagón y al no verle, saltó al andén mientras pitaban las puertas. Le buscó pero ya no estaba, era como si se hubiera esfumado, llevándose con él su preciado cuaderno.
- ¿Y ahora qué hago yo con este sombrero? - Musitó mientras esperaba al siguiente tren.
El verano acabó y no volvió a saber nada más de aquel hombre ni mucho menos de su cuaderno. Imaginó que el objetivo era robarle el cuaderno, aunque no era común hacerlo de tal modo y volverle loco durante tanto tiempo. Suponía que el objetivo era publicar sus dibujos y beneficiarse de ellos, pero poco podía hacer contra eso si no daba con la publicación.
Con el tiempo se fue olvidando de aquel hurto tan extrañamente planeado. No volvió a coger esa línea de Cercanías hasta que, al verano siguiente, se vio obligado a hacerlo para acudir a una entrevista. Cuál fue su sorpresa al encontrar su viejo cuaderno cuidadosamente colocado bajo un asiento. Lo abrió para confirmar que era el suyo, y que aún estaban todos y cada uno de sus dibujos. Pero había uno nuevo: el último dibujo era un retrato del señor del sombrero de copa. Sonriendo.
- ¿Qué coño miran? - Fueron las palabras que aguantó su boca.
Al día siguiente, ahí estaba otra vez el señor de los ojos grises. Era verle aparecer y le daba escalofríos. Pero esta vez no se sentó a su lado, sino frente al muchacho, quien empezó a tener escalofríos pensando que aquel hombre era un pervertido al que le excitaban los jóvenes, así que siempre se veía obligado a cambiarse a un asiento en el otro extremo del vagón, y aún así notaba esa gélida mirada sobre él. Le ponía de los nervios, no era capaz de relajarse y centrarse en su dibujo. El cuaderno empezaba a ser un batiburrillo de rayas oscuras y sombras siniestras, de bocetos de sombreros de copa y ojos afilados bajo el ala. Y así un día, y otro, y otro... Comenzó a ansiar la llegada del fin de semana, pero las pesadillas le acechaban noche sí, noche también, pesadillas donde por más que cambiara de vagón, sólo estaban él y el señor misterioso.
Se le pasó por la cabeza dejar de hacer aquel viaje extra, pues ya no tenía ningún efecto de relajación sino más bien al contrario, pero se encabezonó diciéndose a sí mismo que un extraño no iba a influenciarle de tal manera. Y el lunes reunía toda su valentía para hacer como si nada sucediese. Intentó ignorar su presencia aumentando el volumen de los auriculares, agachando el cuello y alzando el cuaderno de tal forma que ocultase a aquel hombre de su vista, que sus ojos no tuvieran ningún contacto visual con ninguna parte de su traje o su sombrero. Pero claro, de aquella manera nunca sabía en qué parada se bajaba.
De hecho, cayó en la cuenta que no sabía en qué momento se alejaba de él. Intrigado, miraba a través del reflejo del cristal al aproximarse a cada parada, con los auriculares puestos pero sin escuchar música para oír cualquier ruido que produjera al alzarse del asiento. Pero aún así no lo conseguía averiguar porque el caballero se iba sin hacer el menor ruido, y cada día en un punto distinto del trayecto.
- Me estoy volviendo un paranoico. - temió.
Hasta que tuvo una idea. No se sentaría, haría el trayecto de pie a ver qué hacía el hombre del traje. Cuando llegó a Nuevos Ministerios, le esperó en la puerta. Y ahí estaba, el último que se subió. Las puertas se cerraron y el tren emprendió la marcha. El caballero se agarró de la misma barra que el muchacho, cara a cara, como si estuvieran en una competición de a ver quién apartaba antes la mirada.
- No me vas a acobardar, viejo verde. Voy a resistir y en el momento que me toques avisaré a los de seguridad para que te encierren. - decía en su cabeza para resistir la tentación de pegarle un puñetazo.
Pero el hombre permanecía inmóvil, clavando sus ojos en los del joven, no movía ni un músculo. Media hora transcurrió así, sin apenas pestañear ("¿dónde estaban sus pestañas? ¿Acaso estaba enfermo?"), uno frente al otro. Y de pronto al llegar a Majadahonda, el hombre movió su brazo, y el muchacho vio que se acercaba el momento de pedir auxilio, tenía el grito en la punta de la lengua cuando se percató de que estaba quieto otra vez, que no le había tocado pero que el brazo permanecía estirado. Bajó los ojos y vio su lánguida mano señalando su bandolera. ¿Señalaba el cuaderno?
Podría haber salido del vagón en esa parada, podría haber dejado al hombre allí mismo y haberlo ignorado, haber cambiado su rutina y escoger otro recorrido, otro tren, o incluso metro o autobús, pero no. Aquel desconocido le ponía nervioso, le inquietaba y le daba hasta cierto miedo, pero le crispaba aún más verse tan menguado por un extraño que estaba afectándole tanto en su vida diaria. Así que abrió la bandolera, sacó el cuaderno y se lo ofreció al hombre del sombrero. El hombre reaccionó de una manera que nunca se hubiera imaginado: sonrió.
- ¿Para qué lo quiere? - preguntó el muchacho, más que confundido.
El hombre alzó la vista al mismo tiempo que el tren frenaba. Se abrieron las puertas y una corriente de aire que entró hizo volar el sombrero. El muchacho lo persiguió para devolvérselo pero cuando se giró, el señor ya no estaba. Echó un rápido vistazo al vagón y al no verle, saltó al andén mientras pitaban las puertas. Le buscó pero ya no estaba, era como si se hubiera esfumado, llevándose con él su preciado cuaderno.
- ¿Y ahora qué hago yo con este sombrero? - Musitó mientras esperaba al siguiente tren.
El verano acabó y no volvió a saber nada más de aquel hombre ni mucho menos de su cuaderno. Imaginó que el objetivo era robarle el cuaderno, aunque no era común hacerlo de tal modo y volverle loco durante tanto tiempo. Suponía que el objetivo era publicar sus dibujos y beneficiarse de ellos, pero poco podía hacer contra eso si no daba con la publicación.
Con el tiempo se fue olvidando de aquel hurto tan extrañamente planeado. No volvió a coger esa línea de Cercanías hasta que, al verano siguiente, se vio obligado a hacerlo para acudir a una entrevista. Cuál fue su sorpresa al encontrar su viejo cuaderno cuidadosamente colocado bajo un asiento. Lo abrió para confirmar que era el suyo, y que aún estaban todos y cada uno de sus dibujos. Pero había uno nuevo: el último dibujo era un retrato del señor del sombrero de copa. Sonriendo.
Comentarios
Una explicación no daría qué pensar a la gente, aunque yo también me lo he imaginado como la Muerte, así que no tan mal. Os tengo acostumbrados a relatos donde los protagonistas son chicas, alguna vez tendría que salir un chico xD
Espero ansiosa a que publiques tu borrador jeje.