Relato-reto. "Día de caza"
- ¡Idiota! ¡¿Pero qué haces?!
- Lo tenía a tiro, ¿qué iba a hacer?
Alfredo, no me calientes, tengamos la fiesta en paz…
- ¡Te he dicho que esperaras! ¡Que
si no saldrían huyendo! ¡Imbécil!
- ¡Ya estás tú con tus sermones
de hermano mayor! Por favor, cállate ya que no quiero liarla. Todo lo que haces
tú está correcto, mientras que todo lo que hago yo está mal.
Alfredo
y Ricardo habían partido esa misma mañana con el resto de acompañantes cuando
aún no había salido el sol. Había algo de niebla y aquello suponía que la cacería
no iba a ser tan fácil como lo pintaban en la invitación que habían recibido de
su hermana:
“Con
motivo del casamiento de D. Pedro Alfonso Osorio Zevallos-Gómez y Dª María de
la Concepción Pineda-Castro de la Llamosa, queda usted
gentilmente invitado al rececho que se celebrará en los bosques de Soto Mayor,
en la finca Los Albarranicenenses, dentro de los festejos nupciales previos al
enlace que tendrán lugar desde el 8 de octubre hasta el 15 del mismo mes.”
De hecho aquel trozo
insignificante de papel de seda había desencadenado una trifulca más entre los
dos hermanos. El grupo de cazadores se desperdigaron por el bosque, dejando a
los dos hermanos solos, quienes se limitaron a lanzar sus frases cortantes y
llenas de odio entre susurros. Pero a las pocas horas, oyeron la berrea de un
ciervo próximo, lo que provocó al fin el silencio entre ambos. Los dos hombres
se deslizaron a través del follaje hasta aproximarse al lugar de donde provenía
el sonido. La bruma iba desapareciendo conforme el sol se alzaba por detrás de
los montes, y los gorriones más madrugadores empezaban a piar incesantemente. Oyeron
el correr de un río, el que dividía los terrenos entre la familia Osorio y otra
extranjera que desconocían. Ocultos entre las ramas de los árboles, Alfredo y
Ricardo descubrieron un claro a pocos metros de donde se encontraban.
Vislumbraron con desánimo que se trataba de un ciervo cortejando a una hembra.
- Ya te había dicho yo que esto
de hacer una cacería a principios de otoño era mala idea, no sé en qué estaría
pensando Conchita.
- ¿Qué va a saber ella de
ciervos? Esto ha sido idea de Alfonso. – Replicó Ricardo en voz baja.
- ¡Ay, si padre levantara la
cabeza…!
Ricardo
tuvo que contar hasta veinte, odiaba cuando su hermano mentaba a su padre,
muerto años atrás en batalla. Ricardo sentía un gran aprecio por su padre, al
contrario que Alfredo quien siempre andaba discutiendo y contrariando a su
progenitor. Desde que murió, el hermano mayor había ocupado su puesto patriarcal
sin previa consulta a Ricardo, el otro hombre en la familia. Alfredo se
encargaba de las gestiones de las casas y de la economía, y había concertado
aquel enlace pues la casta de los Osorio poseía numerosas tierras a pesar de
que no disponían del mismo nivel social que ellos. Ricardo, por el contrario,
había dejado muy claro su punto de vista: aquella unión iba a perjudicar a su
estatus, pues Alfonso se las daba de noble erudito cuando por todo el mundo eran
conocidas sus juergas con gente de mala calaña. Conchita, la menor de los tres
hermanos, no se merecía un marido así, pensaba Ricardo. Pero la palabra de
Alfredo se acataba sin miramientos en la casona; su madre y su hermana asentían
todo lo que ordenaba, mientras que a Ricardo le llevaban los demonios cuando no
contaba con él para las grandes decisiones.
Ricardo
se colocó la escopeta, mientras Alfredo no cesaba de darle apuntes sobre el mal
momento que era para cazar a aquellos venados. Ricardo, haciendo caso omiso, apuntó
al macho y disparó cuando estaba montando a la
hembra, con tan mala suerte que el cañón rozó una rama en el momento del
retroceso, y con la mala puntería que tenía, el tiro había resultado fallido y
los dos ejemplares habían huido en desbandada.
- Eso te pasa porque no me haces
caso. Llevo más tiempo cazando que tú, y te he dicho que aguardaras un poco
más. Seguramente había más venados pero con tu disparo los has espantado a
todos. Se acabó la fiesta, y todo gracias a ti.
Ricardo perdió los estribos y
con la culata de la escopeta le atestó un golpe en la cabeza. Alfredo se
desplomó mientras que de su cabeza manaba un reguero de sangre. Ricardo al
principio se agachó a socorrer a su hermano, pero comprobando que no respiraba,
una calma hasta nunca conocida le recorrió el cuerpo, y una idea le vino a la
mente. Cargó con el cuerpo inerte de Alfredo hasta dar con el río, y dejó que
la corriente se lo llevara.
- Te lo has buscado. Bon
voyage, mon frère.
El río recorría kilómetros de
tierra, pasarían días hasta encontrarlo, y eso si no lo encontraban antes los
lobos. Menudo festín se darían en tal caso. Ricardo se lastimó a propósito
contra árboles, causándose numerosos cortes para confundir su sangre con la de
su hermano, y se ensució el traje de caza de barro y hierba para fingir
posteriormente que había caído por un desnivel. Explicaría que cuando recuperó
la consciencia, su hermano no estaba. Darían por hecho que Alfredo salió detrás
de Ricardo, con tan mala suerte de haber tropezado y caído al arroyo.
Pensó en cómo aquello daría pie
a anular aquel maldito casorio para emprender la búsqueda de Alfredo. Imaginó
la decepción de Conchita al quedarse sin padrino, pero ahí estaría él para
ocupar su puesto cuando llegara el momento. Estaba segurísimo que Conchita, en
el fondo, se alegraría de no casarse con Alfonso, pues Ricardo sabía de su
romance con Hernán de Rocamora i Vilarnau, un muchacho de su misma edad que
había conocido en un baile y con el que mantenía correspondencia en secreto. La
familia Rocamora no disponía de tierras pero eran bien conocidos en la costa
mediterránea por sus negocios en ultramar. Conchita no pasaría ninguna penuria
con ellos.
Emprendió el camino de vuelta al
claro, donde comenzó a pedir auxilio. Mientras oía a los monteros con sus
perros aproximarse, con sonrisa sádica pensó en lo genial de su plan, mientras se
observaba las manos, tintadas de aquel rojo.
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